1) Soporta perfectamente la contaminación ciudadana.
2) Su sombra es muy fresca (gracias a su follaje muy dividido).
3) Sus flores papilionáceas (con forma de mariposa), en racimos blancos péndulos, huelen de maravilla.
4) Esas flores… ¡son comestibles! En los años del hambre (1950s) se hacían bocadillos con esas flores que se llaman «pan y quesillo». Yo no pasé hambre, porque no sé cómo sé las ingenió mi hermano Julián Plana para alimentarme en tiempos tan duros, pero la he devorado con fruición, y eso que la trataban los jardineros municipales con «Sistematon», producto que seguramente era cancerígeno a tope (en aquellos tiempos se mataban los pulgones a cañonazos).
5) Es americana y allí la llaman, como a tantos árboles, «sicomoro». Y de los sicomoros se cuelgan los vampiros para dormir, entre ellos el genial Drácula.
6) Robinia pseudoacacia se quedan huecas en su tronco con rapidez, y sus bosques son terroríficos por el ulular del viento al pasar por ellos.
En nuestro país son felices y cubren necesidades jardineras que nadie consigue.
En un congreso APIA de periodismo ambiental, le conté a mi amigo Martí Boada, director del parque natural del Montseny de Barcelona, el «odio» que los ecologistas sienten por las robinias y especies similares, y me dijo: «en mi parque cubren casi toda la vertiente sur y son útiles y bellas. Descalificar una especie vegetal a priori, se puede considerar racismo ambiental».
Dedico este post a mi amigo Antonio Tucci Colace, con todo el cariño (él lo sabe) y guardando todas las distancias entre él y los «ecologetas» que hablan cuales cotorras repetitivas e insufribles. Abrazo, niño.